martes, 10 de mayo de 2011

ADQST 16.- Recuerdos I


Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Recuerdos I

Se incorporó en la cama. Volvía a ser de noche, siempre era extraño volver al pasado y encontrarse haciendo algo que ya se había hecho, claro que había labores más tediosas de repetir que otras.

El salto en el tiempo no la había despertado, no provocaba una sensación tan intensa como para que lo notase mientras soñaba. Su portátil, que hacía las veces de puente entre Lyoko y su pequeña habitación, había emitido seis pitidos cortos con un sonido anticuado, la señal acordada entre su marido y ella.

La pantalla iluminaba un espacio limitado de la estancia con su luz blanquecina y difusa, prendió la lámpara de estudio sobre el escritorio y se sentó en la silla con ruedas. Abrió el mensaje con un cosquilleo recorriéndole el cuerpo.

REMITENTE: Ζεύς
DESTINATARIO: Μνημοσύνη
ASUNTO: Καλλιόπη

Correr riesgos innecesarios nunca es una buena idea, querida Μνημοσύνη. Tienes que mirar para tu seguridad. Me preocupa que vuelvan a encontrarte, tú mejor que nadie sabe que no se detendrán ante nada para conseguir lo que llevan tanto tiempo buscando. Me preocupas Μνημοσύνη, deberías haberte apartado de todo. Tendrías que apagar todo el sistema de vigilancia y vivir una vida normal. Hazlo.
Καλλιόπη estará bien, yo la protegeré al igual que hacen sus amigos. Mantente al margen. No tengo forma de protegerte a ti y eso es lo que más miedo me da, sé lo poco que te gustan las órdenes pero obedece, aunque sólo sea por esta vez.
Te quiero, Ζεύς.

Las lágrimas surcaron sus mejillas. El primer mensaje en tantos años volvía más intensa la sensación de soledad. Era más fácil fingir que estaba de viaje de negocios o que estaba muerto. Ahogó el sollozo que se estaba formando en su garganta y pulsó el botón para responder.

REMITENTE: Μνημοσύνη
DESTINATARIO: Ζεύς
ASUNTO: Καλλιόπη

Señor Ζεύς, lamento informarle de que su petición no va a ser cumplida. No puedo hacerlo. Esto no es como cuando estudiaba y me pedías un trabajo de veinte páginas de un día para otro, ¿acaso puedes mantenerte tú al margen? Por tu modo de actuar veo que no. No me pidas eso, lo que sea menos eso.
¿Por qué me envías un mensaje? Habíamos acordado que nada de correo. ¿Qué me ocultas? ¿ha ocurrido algo? No me mientas ni trates de protegerme, soy perfectamente capaz de defenderme sola. He cambiado mucho durante estos años, te sorprenderías.
Te quiero, Μνημοσύνη.

Pulsó el botón de envío con el pulso tembloroso y esperó pero no hubo respuesta.

—Waldo, eres un idiota —farfulló.

Tres golpes en la puerta la hicieron tensarse en la silla. Cerró el portátil bruscamente con las mejillas rojas como si acabasen de pillarla consultando una página porno. Apagó los monitores de las cámaras de seguridad. Se puso una bata rosa pálido y abrió poco a poco. Una cara conocida le sonreía desde el otro lado de la hoja de madera.

—Señora Xenidis ¿se encuentra bien?

—Sí, no pasa nada.

—¿Me deja entrar?

Ella se hizo a un lado permitiendo que un hombre alto, moreno y de penetrantes ojos azules entrase. Pese a llevar un pijama azul algo ridículo su figura imponía un respeto que le cortaba la respiración, caminaba de manera elegante con sus anchos hombros siempre erguidos y su impresionante metro noventa y cinco de altura. A veces aún la asustaba tenerle cerca, aunque le debiese la vida.

—Anthea —susurró el hombre.

—¿Qué?

—¿Qué se trae entre manos?

Anthea frunció el ceño y se encogió de hombros. No iba a contarle lo del superordenador y la vuelta al pasado, mucho menos lo del mensaje de Waldo.

—¿A qué viene lo de "señora Xenidis" si después me llamas Anthea?

—Si prefiere que la llame Eurídice lo haré.

—No seas tan formal Jethro. —Suspiró—. Nos conocemos demasiado bien.

Jethro sonrió, en sus mejillas se formaron unos graciosos hoyuelos. Sus ojos azules exhibían una muda disculpa, no estaba orgulloso de lo que había hecho tiempo atrás, pero tampoco podía borrarlo y sentirse mal por ello no llevaba a ninguna parte. Le acarició la mejilla. Anthea le apartó la mano con un gesto brusco.

El hombre miró a su alrededor, el ordenador cerrado, las pantallas apagadas...

—¿Sigues buscando a tu hija? —preguntó sin apartar la vista del portátil. Anthea se puso tensa—. Ya te dije que puedo ayudarte si me dejas hacerlo.

—No la busco —dijo con aparente indiferencia—. Seguramente la mataron los tuyos.

—No son los míos.

—Trabajabas para ellos.

—De algo tiene que contar el hecho de no haber sabido para quién trabajaba.

—La ignorancia y la inocencia no eximen del pecado —citó las palabras que su abuela le decía cuando le pillaba robando galletas del bote de la cocina.

Jethro había sido uno de sus torturadores aunque el menos convencido.

—Si no quieres nada más —musitó la pelirroja—. Me gustaría irme a dormir.

—Por supuesto.

El hombre abandonó la habitación y Anthea echó el cerrojo de la puerta, al mirarla no le pareció tan segura como debería. Tomó la silla de madera y atascó el pomo de la puerta con ella. Podían tirar la puerta abajo a empujones, pero supo que si eso ocurría se despertaría antes de que lograsen entrar.

Se metió bajo las mantas y se acurrucó.

El mensaje de su marido la había desvelado. Le echaba de menos. Echaba en falta el modo en que le acariciaba la espalda cuando se despertaba después de una pesadilla en la que su madre con un agujero de bala en la cabeza se erguía para sujetarla por el cuello. Echaba en falta su vida. Y sobre todo echaba de menos a su hija.

—Aelita —susurró en la oscuridad.

º º º

Lucerna, Suiza.
Jueves 1 de febrero de 1979.

La interminable clase de historia había llegado a su fin de un modo irónico. El director del centro, un hombre bajo, calvo, enjuto y con una barriga sobresaliente, había llamado a la puerta del aula, mirado a los alumnos y después a la señora Leuthard que le fulminaba con la mirada. Aquella mujer odiaba las interrupciones aunque éstas tuviesen un buen motivo.

—Anthea Hopper —llamó el hombre.

Anthea en su pupitre dudó un instante en si ponerse de pie sería una buena idea o si en cambio recibiría el impacto de una tiza en la cara. Optó por ponerse en pie.

—Sígame señorita Hopper.

La muchacha obedeció mientras la señora Leuthard protestaba airada por la interrupción y por la rapto de una de sus alumnas. La puerta se cerró silenciando la perorata de la profesora.

—¿Ha pasado algo, señor Maurer?

—Uno de tus profesores quiere hablar contigo, Hopper —dijo el director como si le costase tener que hablar—. Nunca he tenido quejas de ti, Hopper. Esperó no empezar a tenerlas ahora. Siempre has sido una alumna sobresaliente.

La confusión se dibujó en los rasgos de Anthea. El señor Maurer no era de aquellos que te daban mucha información cuando hablaban. Era más tipo telegrama que tipo carta. No se le ocurría qué profesor podría querer hablar con ella, su media era la más alta de la academia Sankt Jakobus y jamás se había olvidado de hacer los deberes, dejado una pregunta en blanco en un examen o saltado una clase.

Sus pasos resonaban por los lúgubres pero elegantes pasillos que, al principio, le habían parecido asfixiantes y amenazantes y que ahora le conferían una sensación de tranquilidad y protección que le fascinaban. Aquel pasillo de altos ventanales, suelo de mármol blanco y negro y paredes de inmaculado blanco lo conocía a la perfección. Formaba parte del ala más moderna de la academia y allí estaba una de las aulas que más le gustaban por lo novedoso de la asignatura que se impartía.

—Entra —ordenó secamente el señor Maurer abriendo la puerta—. Señor Schaeffer, espero que sea indulgente con ella, sea lo que sea que ha hecho estoy seguro de que no se volverá a repetir.

Cuando Anthea hubo entrado el director cerró la puerta. Miró incómoda a su enigmático profesor de ciencias con su barba, sus gafas pequeñas y oscuras, su bata de laboratorio blanca y sus pantalones de pana marrones; no recordaba haber hecho algo para enfadarle. Se cogió las manos apretando los dedos.

—Tranquila, Hopper —musitó—. No te he hecho venir hasta aquí para reñirte o castigarte. Siéntate, por favor.

La muchacha tomó asiento en la silla más cercana a la puerta y la más alejada de él, sentándose en el borde casi en equilibrio. Estaba tensa.

—¿Te aburres en clase? —preguntó con una sonrisa divertida.

Anthea sopesó las posibles respuestas. Un sí sería mentir porque había asignaturas que le gustaban y divertían y, decir que no sería otra mentira la historia la aburría hasta niveles casi infinitos.

—A veces.

—¿Qué materias te gustan?

—Matemáticas, ciencias, literatura, física, química. —Hizo una pausa—. No es una asignatura propiamente dicha pero la informática me gusta también.

—Excelente. ¿Puedo llamarte Anthea? —Ella asintió—. Anthea ¿Te gustaría trabajar conmigo en un proyecto informático?

—¡Sí! —Se sonrojó, había contestado demasiado deprisa, sin pararse a reflexionar ni nada—. Quiero decir que... ¿qué tipo de proyecto, señor Schaeffer?

El profesor Waldo Schaeffer rió ante tanto entusiasmo y tan buenos reflejos para plantear la pregunta que se había saltado.

—Necesito probar mi teoría de que no explotamos las auténticas posibilidades que nos ofrece ésta nueva tecnología. Quiero crear un mundo dentro de un ordenador para poder ayudar a la gente.

Él consciente de cómo sonaba aquello esperó paciente a su reacción. Si le tomaba por un loco no podría culparla.

Anthea se deslizó hacia atrás por el asiento de la silla hasta apoyar la espalda en el respaldo. Había decidido.

—Sí, quiero. Participar.

—Muy bien —pronunció animado y tomó un dossier de la mesa que había a su lado—. Léete esto cuando puedas, no quiero que esta colaboración te retrase en tus estudios.

—Señor Schaeffer ¿por qué ha pensado en mí?

—Eres mi mejor alumna y la que muestra más interés en todo. Y por favor, llámame Waldo.

º º º

Lucerna, Suiza.
Domingo 9 de diciembre de 1979.

En el sótano de la academia Sankt Jakobus se desplegaba el proyecto utópico del profesor Waldo Schaeffer. Un puñado de ordenadores conectados entre sí, cientos de cables negros y gruesos que se enroscaban como serpientes, libros, dossiers, apuntes, teorías, mapas. Una pizarra llena de fórmulas matemáticas con la caligrafía y números redondeados de Anthea, correcciones con la letra apretujada e ilegible de Waldo. Y un silencio sepulcral sólo roto por el ronco zumbido de los ventiladores de los aparatos electrónicos.

Waldo bajó por la precaria escalerilla de metal y madera cargado con dos tazones en las manos. Se detuvo en el último peldaño y sonrió. Anthea se había quedado dormida con la mejilla apoyada en la madera del escritorio. Avanzó despacio procurando no hacer ruido, dejó los tazones a su lado en la mesa y miró su reloj. Las cuatro de la madrugada, no le extrañaba que se hubiese quedado dormida.

A sus dieciséis años aquella chica tenía más paciencia y era más tenaz que él a sus veintiséis. Puso la mano sobre su hombro y ella abrió lentamente los ojos verdes.

—Anthea, vete a la cama.

Inspiró hondo mientras se erguía. Miró el reloj en su muñeca con los ojos nublados por el sueño y después miró a su profesor.

—No tengo sueño. Estoy despierta.

—Ya lo veo —replicó él con humor—. Te he traído chocolate caliente.

—Gracias.

Anthea tomó la taza sujetándola entre ambas manos. Los ordenadores desprendían mucho calor pero seguía haciendo frío en aquel sótano en el que jamás entraba la luz del sol. Waldo se quitó la chaqueta de lana que llevaba y se la puso sobre los hombros a Anthea.

—No deberías pasar el día de tu cumpleaños encerrada en un sótano con un profesor aburrido.

—No tengo a nadie más interesante con quien pasarlo —farfulló molesta.

—Tus amigas.

—Ellas no me entienden. —Suspiró—. Sólo son mis amigas porque se me dan bien las ciencias.

Anthea dio un sorbo enfadada.

—Tómatelo y vete a dormir. Seguiremos por la tarde.

—¡Pero...!

—Pero nada. El sótano no va esfumarse porque te vayas a dormir.

Clavó la mirada enfurruñada en el humeante chocolate. Era cierto pero sentía que estaba a punto de llegar a un descubrimiento importante. Aquellas horas dedicadas al proyecto de su profesor eran el estímulo que necesitaba para soportar todo lo que le agobiaba del internado.

—Waldo —susurró—, ¿puedo hacerte una pregunta que no tiene nada que ver con el proyecto?

—Adelante.

—¿Por qué llevas siempre gafas oscuras?

—Me molesta la luz. —Se quitó las gafas revelando unos ojos de un azul tan claro que parecían irreales—. Y a la gente suelen darle miedo mis ojos.

Anthea se quedó clavada en aquellos ojos de ciencia ficción hasta que él se volvió a poner los anteojos oscuros.

—¿Asustada?

—No, son preciosos.

º º º

Lucerna, Suiza.
Martes 8 de julio de 1980.

Anthea corrió por el pasillo como si la persiguiera el mismísimo diablo.

Estaban en pleno periodo de vacaciones estivales, pero ella no tenía ningún hogar al que volver. Habían asesinado a su familia cuando no tenía más que cuatro años porque eran traidores de su patria. Tuvo suerte de acabar con vida y en una escuela como esa que le ofrecía un techo bajo el que dormir y un gran abanico de conocimientos.

Esa mañana al despertar, vio algo extraño en la entrada de la academia. Unos coches elegantes y negros, con los cristales oscuros. Le había inquietado ver aquellos vehículos, porque, de algún modo, le habían hecho pensar en la Luger P08 que había apuntado a la cabeza de su madre instantes antes de que no volviera a abrir los ojos. Giró la última esquina, abrió la puerta bruscamente y se precipitó a la carrera escaleras abajo.

—¡Waldo!

El profesor alzó la vista y, con él, sus tres acompañantes. Anthea frenó en seco.

Eran altos y fornidos. Uno rubio, otro moreno y otro castaño y no destacaban por nada en particular, si hubiese querido describírselos a alguien no habría podido hacerlo. A pesar de la poca claridad de aquel sótano los tres desconocidos llevaban gafas oscuras a juego con sus trajes negros. Anthea apretó la barandilla con fuerza tan asustada que creyó que iba a desmayarse.

—¿Quién es? —gruñó el hombre rubio.

—Es una de mis alumnas, mi ayudante.

Los tres hombres rieron como si cacareasen.

—Una mocosa —espetó el moreno.

El rubio rió ruidosamente al comentario del otro. El hombre castaño alzó una mano y la risa se evaporó como un charco en un día soleado.

—Silencio —ordenó el castaño—. Ven aquí, muchacha.

—Anthea, ven —pidió Waldo extendiendo la mano hacia ella.

Obedeció temerosa refugiándose detrás de su profesor. Le sujetó la manga de la bata blanca y pudo notar que él también estaba tenso.

—¿Acepta el trato o tiene que hablarlo con su… ayudante? —inquirió con retintín el castaño.

—Es una oferta muy tentadora —contestó Waldo—. Necesito pensar en ciertas cosas antes de aceptar. Si les parece bien les llamaré en unos días.

—Como quiera señor Schaeffer —replicó el hombre tendiéndole una tarjeta de visita—. Esperaremos su llamada.

Los tres hombres se encaminaron hacia la escalera con disciplina militar. Con el pie en el primer peldaño el hombre castaño, al que Anthea había reconocido como el líder, se detuvo y les miró.

—Pasen un buen día. Señorita, caballero.

Cuando la puerta del sótano se hubo cerrado, Anthea se soltó del brazo de Waldo y se movió hasta quedar frente a frente con él.

—¿Quién era esa gente?

—Posibles inversores para nuestro proyecto.

—No me gustan —declaró la muchacha—. Son siniestros.

—Pertenecen a los servicios de inteligencia americanos.

Anthea frunció el entrecejo y cruzó los brazos en un gesto que a Waldo se le había hecho tan familiar que ya conocía su significado. Algo no le cuadraba a su alumna.

—¿Has solicitado fondos?

—No.

—Entonces ¿cómo se han enterado del proyecto?

Waldo le sonrió.

—Esa es la pregunta que esperaba que hicieras, Anthea.

—Y esa pregunta ¿tiene respuesta?

—No una segura —musitó el profesor—. El director, seguramente. Es una buena oportunidad de conseguir dinero y prestigio para la academia.

—¿A-aceptarás?

Él suspiró, estaba en una encrucijada. Si permitía que los americanos se metiesen, su proyecto acabaría convirtiéndose en algo muy diferente a lo que él tenía pensado. En cambio, si rechazaba la oferta no tardaría en quedarse sin recursos para continuar y no tenía idea de cuánto tiempo le llevaría poder continuar.

—No lo sé —contestó con sinceridad derrumbándose sobre la silla.

Anthea se arrodilló frente a él, le tomó el rostro entre las manos y le clavó los ojos verdes. Se sentía extraña sin el uniforme porque eso les igualaba en cierto sentido, porque en esos momentos eran dos personas cualesquiera sin relación jerárquica.

—Acepta. Encontrarás el modo de evitar que lo conviertan en algo que no quieras.

—La perspectiva que tienes a los dieciséis no es la misma que tendrás dentro de unos años.

—¡Tengo casi diecisiete!

Waldo rió con ganas recordando cuando él tenía dieciséis y odiaba que se lo recordaran.

º º º

Lucerna, Suiza.
Martes 9 de diciembre de 1980.

Había recibido la escueta nota que Waldo le había dado junto con su examen de ciencias. Un simple «reúnete conmigo en el parque». El parque estaba fuera del campus y si no se daba prisa el autobús que llevaba a la ciudad se iría sin ella. Se puso un jersey de punto azulado con un pantalón tejano y sus deportivas. Se abotonó el abrigo de invierno y se enrolló la bufanda alrededor del cuello. Se cargó la mochila al hombro y corrió por el interminable pasillo hasta las escaleras que daban al vestíbulo y al patio donde esperaba el autobús. Tuvo que hacer señas al conductor para que esperase antes de cerrar las puertas.

El conductor la miró severo, no le gustaba retrasarse, ella se disculpó con una sonrisa y se dirigió a los asientos traseros donde nunca se montaba nadie. Desde allí apenas podía verse nada por la ventanilla y eso era algo que a ninguna de las chicas les gustaba porque después de pasar la vida entera encerrada entre las mismas cuatro paredes necesitaban ver un paisaje diferente. Pero a ella le daba igual.

Se bajó en la primera parada, nadie más lo hizo. Estaba a las afueras de la ciudad, un espacio que a ella le gustaba considerar tierra de nadie, ya que estaba a medio camino entre el campus de la academia y la ciudad.

Paseó con calma aparente en dirección al parque. Estaba hecha un manojo de nervios. Se preguntaba si él se habría dado cuenta o si, en cambio, no lo había notado. La admiración que había sentido por su profesor se había convertido en otra cosa y temía que se enterase y la apartase del proyecto porque eso significaría no volver a verle fuera de las horas de clase.

Se sentía tonta por haberse enamorado de un profesor, un hombre diez años mayor que ella, que jamás iba a tomársela en serio en ese sentido.

—Anthea.

—Hola. —Sonrió—. ¿Llevas mucho esperando?

—Ven. —Le tendió la mano.

Se dejó guiar entre los árboles. La mano de Waldo estaba caliente a pesar de no llevar guantes y le sostenía la suya con firmeza. Dejó a su imaginación divagar creando miles de opciones que en otro momento le habrían parecido estúpidas. Hasta que Waldo se detuvo.

—Feliz cumpleaños, Anthea.

Sobre el césped había una amplia manta de aspecto calentito y confortable y una caja de madera en el centro. Anthea le miró confundida.

—Te vendrá bien pasar tu cumpleaños lejos de un frío sótano. —Sonrió Waldo—. El aire fresco te sentará bien.

Reprimió las ganas de reír. El adjetivo fresco se quedaba corto para definir el aire invernal de Suiza. Hacía un frío que pelaba. Se sentía la punta de la nariz helada y estaba convencida de que la tendría roja.

—Nos congelaremos —determinó la muchacha.

—Ya había pensado en ello, he traído una manta más.

—¿Y qué vamos a hacer aquí?

—Comer algo.

Se sentaron sobre la manta y Waldo le echó la otra sobre los hombros. Sacó un pastel no muy grande del interior de la caja de madera y un termo con chocolate caliente, dos platos, dos vasos y cubiertos de plástico.

—Te vas a quedar congelado —afirmó Anthea viendo que Waldo se había sentado frente a ella y no tenía manta con la que taparse.

—No tengo frío —contestó pero no resultó convincente.

—Seguro —replicó ella con sarcasmo.

Anthea se levantó asiendo la manta con fuerza y se sentó a su lado echándosela sobre los hombros de modo que les tapase a los dos. Sujetó ambos extremos y notó la tensión en la tela cuando él se apartó ligeramente. Le miró con una muda pregunta en sus ojos verdes.

—No es buena idea, Anthea.

—¿Por qué? —inquirió con una inocencia encantadora.

Waldo le acarició el labio inferior con el pulgar y cerró la distancia entre ellos.

Cuando Anthea se preguntó por primera vez qué sentiría si besase a su profesor, pensó que su barba pincharía. Se había equivocado en eso.

Continuará

Aclaraciones:

Καλλιόπη: Calíope, es la musa de la poesía épica y la elocuencia. Siempre lleva una corona dorada, según algunas teorías la corona indica su supremacía sobre las otras musas. Es hija de Zeus y Mnemósine.
Μνημοσύνη: Mnemósine o Mnemosina, en la mitología griega es la personificación de la memoria. Es una de las titánides (hija de Gea y Urano) y es madre de las musas con Zeus. No confundirla con Mneme.
Ζεύς: Zeus, el Rey de los Dioses que supervisaba el universo y gobernaba a los dioses del monte Olimpo. Dios del cielo y del trueno.

Escrito el 09 de mayo de 2011

No hay comentarios:

Publicar un comentario