miércoles, 23 de marzo de 2011

ADQST 14.- Pedazos



Code: Lyoko y sus personajes son propiedad de MoonScoop y France3.

Pedazos

—¿Jérémie? —La voz débil apenas sonó.

—No, soy Yumi.

Los ojos verdes de Aelita buscaron los de su amiga en la penumbra de la habitación, las persianas estaban bajadas, las luces apagadas y la única luz que entraba se colaba por una rendija abierta de la puerta. No la vio hasta que le tomó la mano con suavidad.

—Te has desmayado en la fábrica.

—Jérémie...

—Está en la ducha, no creo que tarde en salir.

Aelita respiró aliviada, creyó que se habría quedado en la fábrica con el superordenador, con su vena neurótica y obsesiva no habría sido tan raro que se hubiese quedado allí.

—Aelita. Tengo que contarte algo. —Asintió lentamente—. El diario de William es desconcertante. No quería hablarte de esto hasta haber acabado de leerlo, pero... —Suspiró y apretó con fuerza la mano de su amiga—. Aelita, ese diario habla de ti y de tu padre, es vuestra vida.

—¿Y mi madre?

—No dice nada sobre ella, lo siento.

—Ya... ¿me lo leerás?

Yumi le sonrió con ternura y le acarició la mejilla.

—Claro. Te lo traduciré también para que puedas leerlo siempre que quieras.

—Gracias, Yumi.

—No hay de que.

Aelita clavó la vista en la mano de Yumi que sujetaba la suya con firmeza. Aquella mano la mantenía anclada al mundo real, estaba asustada.

La llave. Así la había llamado Odd, no lo comprendía y le daba miedo porque la llevaba a preguntarse quién demonios era Aelita Schaeffer en realidad. Se daba cuenta de que no sabía absolutamente nada de ella misma antes de salir de Lyoko, sólo lo que había en su expediente y que era como leer sobre la vida de otra persona. No era tan pequeña cuando entró en Lyoko como para no recordar nada, tenía doce años cuando ocurrió. Debería recordar algo.

—¿Estás bien? —le preguntó Yumi y ella asintió, tampoco podía decirle otra cosa—. ¿Quieres que te traiga algo? ¿comida, bebida...?

—No quiero nada. Quédate conmigo.

Yumi no dijo nada, extendió su otra mano sobre la de su amiga y se la masajeó hasta que Jérémie entró por la puerta del dormitorio secándose el pelo con una toalla blanca que lanzó al suelo para abalanzarse sobre la cama al verla despierta. Yumi se retiró lentamente hasta la puerta y les observó un momento antes de dejarles a solas, no estaba nada convencida de que estuviese bien.

—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó Jérémie por cuarta vez a lo que Aelita suspiró.

—Seguro.

—Me he llevado un susto de muerte.

—Estoy bien, habrá sido una bajada de tensión.

Le puso la mano en la frente y torció la boca.

—No parece que tengas fiebre.

—Te digo que estoy bien —replicó irritada—. Déjalo ya.

—Va-vale...

Jugó nervioso con los dedos de ella, estaban fríos. Reprimió el quinto «¿seguro que estás bien?» en la garganta y tragó saliva como tratando de engullir y digerir la pregunta para que no quedase rastro.

—¿Te subo algo de comer?

—No tengo hambre.

—¿Agua?

—Yumi ya me ha ofrecido de todo. No quiero nada.

—A riesgo de que te enfades conmigo. Deberías comer algo.

Jérémie encendió la lámpara de la mesilla de noche a tiempo para ver que Aelita le había sacado la lengua como una niña pequeña. Se le escapó la risa pero se mantuvo firme.

—Tienes que comer. Llevas horas sin tomar nada.

Miró el reloj enfuruñada, Jérémie era un exagerado, sólo eran las nueve, no iba a morirse por estar tres horas sin comer.

—Son las nueve —dijo despreocupada.

—Sí, de la mañana, Aelita.

—¿Qué? —preguntó alarmada—. ¿Por qué no me has despertado?

—No hemos podido despertarte. Estaba a punto de llamar a una ambulancia para que te llevasen al hospital.

—No quiero ir a ningún hospital —replicó—. Estoy perfectamente.

Aelita se destapó y bajó las piernas hasta tocar el suelo con los dedos de los pies. Le gustaba la sensación de cosquilleo que le producía la alfombra peluda que había comprado en un mercadillo de París.

—¿Adónde vas?

—Al baño. —Suspiró—. ¿Quieres acompañarme para aguantarme el bolso? —ironizó con una sonrisa.

Jérémie enrojeció y negó con la cabeza alborotando sus cabellos rubios.

—Te prepararé un poco de café —le dijo mientras se dirigía a las escaleras—. Y tostadas con queso y miel. —Ignoró las protestas que le lanzaba desde la puerta del baño.

Cuando cerró la puerta, Aelita, se miró en el espejo, estaba pálida y su pelo estaba enmarañado, unas oscuras ojeras se extendían bajo sus ojos. No tenía muy buen aspecto, pero no se encontraba mal ni se sentía cansada.

Se quitó toda la ropa, dejándola arrugada dentro del bidet y se metió en la ducha. Abrió el grifo del agua caliente y esperó inmóvil bajo el chorro de agua hasta que estuvo demasiado caliente para soportarla, entonces giró el del agua fría y reguló la temperatura.

El agua quemaba un poco, ella solía ducharse con el agua más bien fría, pero por algún motivo su cuerpo se lo exigía así. Cerró los ojos y alzó la cara sintiendo el agua resbalar por su piel. No sabía por qué se había desmayado en la fábrica ni por qué lo único que recordaba con claridad era el "entonces no podemos estar seguros. Pero tiene lógica, porque Aelita es la llave de Lyoko" que había pronunciado Odd. Aquella frase le hacía pensar en su padre por algún motivo que no entendía, seguramente si su memoria no estuviese tan confusa lo sabría.

Se enjabonó el pelo con energía, dejándose embriagar por el perfume del champú de frutas del bosque, una de las cosas que Yumi le enviaba con regularidad desde su país porque sabía que le encantaba.

Mientras su cuerpo se relajaba, su mente parecía aclararse así que decidió ordenar un poco sus ideas.

Tiempo atrás ella, cuando se despertó, creía ser un complejo programa informático con una inteligencia artificial muy trabajada hasta que Jérémie le dijo que era humana, a partir de entonces empezó a preguntarse quién era y por qué estaba allí. Por aquel entonces su problema era que tenía demasiado tiempo para pensar y le daba demasiadas vueltas a todo, pero, a pesar de ello, no había hallado respuestas.

Fue Jérémie quien le confesó que era hija de Franz Hopper, el creador de Lyoko y el superordenador. Aquello fue algo que le costó horrores encajar y aceptar porque, el simple hecho de pensar que su padre la había metido allí, dolía. Cuando X.A.N.A. le robó toda la memoria junto con las llaves de Lyoko, su padre la devolvió a la vida y, además, le entregó también gran parte de sus recuerdos.

Entonces descubrió que Franz Hopper era un alias, que el verdadero nombre de su padre era Waldo Franz Schaeffer, que su madre se llamaba Anthea Hopper y que unos hombres con trajes negros la habían secuestrado frente a sus ojos en un paraje desconocido de montaña con nieve por todos lados. También había recordado las palabras de su padre «Waldo Schaeffer ha muerto, Aelita. A partir de ahora soy Franz Hopper, y tú, pequeña, eres Aelita Hopper, repítelo conmigo», se acordaba perfectamente de que lo repitió durante horas y que aquel cambio unido a la pérdida de su madre la habían hecho llorar desconsolada hasta que no le quedaron más lágrimas.

Recordaba L'Hermitage, los túneles subterráneos que la unían con la fábrica y otros que ya estaban allí cuando llegaron y que su padre había bloqueado para que no se hiciera daño explorando.

También se acordaba del día que entró en Lyoko y las últimas palabras de su padre «entra en la torre, Aelita. Volveré a buscarte». Y ella le había esperado hasta que se sumió en un profundo sueño que le arrebató los recuerdos.

Tras la huida de X.A.N.A. a través de la red, lo creían todo perdido pero hallaron el modo de seguir combatiendo en su contra. Habían permitido la entrada de William al grupo y tan pronto como entró lo perdieron, convirtiéndose en su enemigo involuntario. Habían descubierto que su padre seguía con vida. Franz Hopper o Waldo Schaeffer seguía allí, escondido en algún punto del mar digital, algún lugar al que X.A.N.A. no podía acceder.

Gracias al sacrificio de su padre habían vencido a X.A.N.A., al menos eso creyeron hasta que el superordenador volvió a ponerse en funcionamiento. Pero algo no encajaba con la muerte y resurrección de su archienemigo.

Al crear Lyoko, su padre, creó también a X.A.N.A. y por más que éste hubiese cambiado con el paso de los años y los saltos cuánticos del superordenador su código base debería seguir siendo el mismo. No hacía falta ser un genio en programación para saberlo. Así pues ¿cómo era posible que el antivirus de Jérémie creado a partir de los datos de Waldo no lo hubiese eliminado del todo?

«Traidor» aquella palabra del mensaje de su padre le volvió a la cabeza. El traidor al que se refería su padre había cambiado a X.A.N.A., tenía que ser eso. Pero ¿quién era el traidor? No podía ser uno de sus amigos ¿no? Eran demasiado jóvenes, aunque si lo pensaba bien ¿qué sabía de ellos?

Un francés, un almenan, un australiano, una japonesa y un americano. Jérémie, Ulrich, Odd, Yumi y William. Eran un grupo demasiado dispar y seguramente por ese motivo habían suscitado tantas preguntas entre el resto de Kadic cuando estudiaban allí. Además no eran el tipo de personas que congeniaban entre sí en situaciones normales. ¿El friki de los ordenadores con el popular? ¿La estudiante de intercambio con el payaso y rompecorazones oficial? Daba igual la combinación que plantease, ninguna le parecía plausible.

Si se ponía a ser desconfiada, cualquiera de ellos podría haber manipulado los datos de X.A.N.A. Jérémie que prácticamente vivía pegado al superordenador, Odd que resultó tener una tremenda habilidad para manejar los programas de virtualización y vehículos, Ulrich que había hecho una vuelta al pasado mucho antes de que le enseñasen a hacerlo, Yumi que aprendió más rápido que nadie a operar desde el terminal llegando casi al mismo nivel que Jérémie y ella. Y, por último, William, que aunque no había estado nunca a solas en la sala del superordenador podría haber modificado su código cuando X.A.N.A., a falta de una palabra mejor, se fusionó con él.

Era una locura el simple hecho de planteárselo durante un solo minuto. Eran sus amigos.

Seguramente, su padre, hacía referencia a alguien de su época y si lo había expresado en aquel mensaje tenía que ser porque ella había conocido al traidor en algún momento de su vida.

«Estupendo, papá. Si ni siquiera me recuerdo a mi misma» pensó con amargura.

Cerró los grifos y se envolvió en su cálido y suave albornoz fucsia. El mensaje de su padre tenía que ocultar otro mensaje que sólo ella pudiese entender aunque, en caso de que Jérémie tuviese razón, estuviese incompleto.

Se peinó por inercia sin desconectarse de sus pensamientos. Enchufó el secador y lo puso al máximo.

En caso de que su teoría fuese cierta, si le había parecido tan importante como para arriesgarse a mandar un mensaje, debía ser porque ese traidor estaba cerca. Si no, no tenía demasiado sentido que les advirtiera de ello, básicamente porque ya no servía de mucho.

¿Quién podía ser? Estaba como al principio. No. En realidad ahora tenía unas cuantas preguntas nuevas. Tendría que ingeniárselas para analizar el mensaje ella sola y confiar en que Yumi diese con la otra parte, teóricamente oculta en el diario.

Suspiró. Recogió el secador, metió la ropa sucia en el cesto y volvió a la habitación para vestirse.

Tomó un vestido de media manga blanco roto con una rama de cerezo estampada que le recorría las caderas soltando una lluvia de pétalos rosa por la falda, el escote era de aquellos que, por su forma, hacía que pareciese que tuvieras más pecho, quedaba ceñido hasta la cintura y después caía suelto hondeando con gracia. Otro regalo de Yumi. Si la ropa de Yumi se vendiese en Francia, estaba segura de que saquearía todas las tiendas.

Bajó con paso firme la escalera, al menos desayunaría en la mesa y no en la cama como una moribunda. A excepción de Yumi y Jérémie, que ya habían hablado con ella en el dormitorio, lo demás se abalanzaron sobre ella para acribillarla a preguntas, incluso Sissi que aún medía gran parte de sus acciones para no meter la pata. Después de repetir otro millar de veces que estaba bien y que seguramente no había sido más que una bajada de tensión, la dejaron sentarse en la mesa a comer las tostadas con queso de untar y miel. Sin embargo, aunque guardaban silencio todos sin excepción la miraban, algunos con más discreción que otros.

—¿Qué? ¿es la primera vez que me veis?

—Es que estamos preocupados por ti, princesa.

—Ulrich estuvo a punto de desmayarse en la fábrica y no estáis preocupados —refunfuñó enredando los dedos en su flequillito rojizo.

—No es lo mismo —añadió Odd solapando el bufido de su amigo por la alusión al incidente de la fábrica—. Él no es tan guapo como para que me preocupe lo que le pase —bromeó gesticulando de manera exagerada—, le falta un poco de esto y le sobra un poco de aquello, un poco más de aquello otro, un poco menos de eso tan feo y... ya sabes, ¿a qué me has entendido? Es como Gruñón, el de Blancanieves...

—¡Oye! —protestó Ulrich pero calló al ver que Aelita reía.

Conforme la mañana avanzaba el grupo empezó a separarse. Yumi y William salieron. Jérémie se enfrascó en una lucha encarnizada contra su portátil, Ulrich fue a trabajar, Odd y Aelita se acomodaron en el jardín a contarse los más jugosos secretillos y rumores, y Sissi se pasó las horas pegada al teléfono móvil negociando bolos para los Replika.

A mediodía volvieron a reunirse casi todos en el jardín L'Hermitage, Aelita, algo más animada y menos a la defensiva, preparó algo para picar mientras la comida acababa de hacerse. Se sentaron compartiendo las tumbonas.

Sissi, aún en el interior de la casa, escuchaba con paciencia el tono de llamada. Había llamado varias veces al móvil de su padre pero salía apagado todo el rato.

—Despacho del señor Delmas —respondió seca como el desierto Nicole Weber.

—Señora Weber, soy Sissi. —Rogó porque el episodio de amenazarla con el despido y el empujón hubiesen desaparecido de la memoria de la secretaria—. ¿Puede pasarme con mi padre?

—Lo lamento, Elisabeth —pronunció con retintín—. Tu padre no puede ponerse ahora. Llama en otro momento o mejor, no vuelvas a llamar.

Le colgó. La muy estúpida la había dejado con la palabra en la boca. Hundió la cara en uno de los cojines del sofá y chilló amortiguando así el sonido. Nicole Weber empezaba a caerle tremendamente mal, ¿cómo se atrevía a colgarle el teléfono? ¡A ella! ¡La hija del director del Kadic! ¡Su jefe! La odiaba, si no fuese un delito la estrangularía, la trocearía y se la daría de comer a los peces del río.

Suspiró apoyando la barbilla en sus manos que sujetaban con fuerza el cojín y cerró los ojos. Ese secreto, el que había tratado de descubrir con tanto empeño durante tanto tiempo, estaba volviéndola loca, casi preferiría seguir siendo una feliz ignorante.

Oyó un sonido a su izquierda pero no le dio importancia, seguro que algún mueble había crujido o se había caído algo, cosas de las casas viejas. Miró con fastidio su móvil.

—Esto es la guerra, Nicole Weber.

Se dispuso a volver junto a Odd, si tenía suerte podría convencerle para ir hasta Kadic, no era que le apeteciese tener niñera, pero mejor eso que otro encuentro desagradable con Hervé.

Fue una de esas cosas que ves por el rabillo del ojo, algo que sabes que no debe estar ahí y sin embargo está. Se giró poco a poco con los nervios crispados. Una nubecilla como un pedazo de algodón negro se balanceaba con gracia frente al espejo y, aunque no tenía ojos, parecía mirarla fijamente.

Sissi se movió lentamente y observó con aprensión aquella negra voluta de humo que parecía tener voluntad propia. Pegó la espalda a la pared y se arrastró por ella en dirección a la puerta de entrada de L'Hermitage, el humo permaneció suspendido en el aire sin moverse un milímetro. Continuó lentamente, temía gritar y hacer que se moviera y le hiciera daño.

Estiró los dedos de la mano y rozó el pomo, con el pulso tembloroso trató de abrir desesperadamente sin hacer movimientos bruscos. Escuchó saltar el pasador y la puerta cedió con suavidad, un rayo de sol se coló por la rendija. Casi estaba fuera, sólo un par de pasos más y sus amigos la verían y podrían ayudarle.

El humo se lanzó sobre ella entrando en su cuerpo.

X.A.N.A. respiró hondo llenando los pulmones de Sissi de aire. Abrió y cerró la mano de la muchacha sorprendiéndose de la respuesta tan satisfactoria. Buscó en su mente la manera de salir de la casa para ir a la fábrica, usase la puerta que usase tendría que pasar frente a sus enemigos, debía procurar no levantar sospechas.

Aferró el pomo de la puerta y salió al jardín delantero con paso firme y seguro. Los vio allí, bajo la sombra de los árboles, haciendo el vago, picoteando patatas fritas y tomando refrescos. Odd alzó la cara y miró a Sissi con una sonrisa.

—Sissi ¿adónde vas?

El símbolo de X.A.N.A. vibró en sus ojos mientras buscaba una excusa creíble.

—Tengo que hacer un par de llamadas y no tengo casi cobertura.

—Usa el fijo —le sugirió Aelita.

—Son internacionales.

—No importa.

X.A.N.A. sintió ganas de estrangular a su vieja enemiga, ¿no veía que era una excusa para escabullirse?

—Me irá bien estirar las piernas.

—Te acompaño. —Odd se puso de pie y se sacudió el trasero, X.A.N.A. estuvo a punto de resoplar, sólo le falta el gato morado gigante haciéndole de niñera—. Cerca de Kadic hay buena cobertura.

—No —contestó con tono exasperado—. Quiero ir sola, necesito pensar y airearme.

»No voy a ir a Kadic. Puedes volver a sentarte —agregó tajante.

Avanzó con decisión ignorando a los muchachos que mantenían sus miradas fijas en el cuerpo de la chica.

Sissi había sido su primera víctima, le gustaba adueñarse de su cuerpo porque había logrado una especie de unión entre ellos aún más profunda que la que poseía con William. Aquel cuerpo cuidado y frágil era un vehículo extraordinario, podía moverse con una libertad fascinante.

Un pie delante de otro, así de sencillo, no tenía ni que pensarlo, sólo hacerlo. Continuó adelante por el sendero que llevaba directo hasta la fábrica.

—Tengo un mal presentimiento —farfulló Odd que se había quedado de pie.

—¿Por qué? —Ulrich se encogió de hombros.

—Está rara.

—¿Quieres decir? Yo la veo como siempre.

Odd le miró con las cejas fruncidas. Ulrich la conocía desde hacía más años pero no tenía ni idea de cómo era de verdad, se había quedado en la imagen que ofrecía a los demás, la fachada repelente que había alzado porque temía que le hicieran daño.

—Sí, está extraña. Si no quisiera que le acompañase habría resoplado y dado golpecitos con el pie en el suelo, si estuviera enfadada habría girado la cara sin mediar palabra y habría salido por la puerta como un huracán. —Señaló a su amigo con rabia y bajó el dedo poco a poco, él no tenía la culpa—. Esa reacción no le pega, da igual cuanto trates de justificarla, no cuadra con Sissi Delmas.

—Seguro que no es nada, Odd —trató de tranquilizarle Jérémie.

Las facciones de Odd dibujaron una mueca nada convencida, pero se sentó con las piernas cruzadas y doblado hacia delante como si le doliese algo. La visión de X.A.N.A. le había puesto un tanto nervioso.

—Quizás sólo necesita estar sola un rato —medió Aelita. Odd la miró con el ceño fruncido—. Bueno... sólo era una teoría.

—Déjalo —siseó Ulrich—. Ahora el raro es él.

Odd suspiró y puso los ojos en blanco.

—¿Dónde están Yumi y William? —Ulrich le lanzó una mirada envenenada y Odd sonrió satisfecho—. No les he visto desde el desayuno.

—Creo que han ido a mirar un piso —murmuró Aelita.

—Genial.

Aelita parpadeó sorprendida por el gruñido de Ulrich, alzó las manos y las movió frente a su cara negando.

—No, no, no. No es eso. Quiero decir que Yumi ha acompañado a William a mirar un piso —explicó con torpeza dándose cuenta de que lo que acababa de decir no aclaraba nada—. Un piso para William, sólo William, bueno, a lo mejor William y un amigo o amiga... Pero no para Yumi, ella se queda aquí.

La muchacha suspiró al ver las caras divertidas de los tres jóvenes.

—Me hacéis sentir tonta.

—Perdona, princesa, ya sabes que los tontos somos Ulrich y yo, él el tonto gruñón y yo el tonto gracioso e irresistible, Yumi la estudiante sexy de intercambio con un país exótico, Jérémie es el genio alias Einstein, William el guaperas rebelde y Sissi la chica mala reconvertida en buena, búscate otro papel en la obra. —Odd le guiñó un ojo bromeando—. El de top model, sex symbol, presidenta de la República...

—Idiota. —Rió.

º º º

Berlín Oeste, República Federal Alemana.

Jueves 9 de noviembre de 1989

—Dios mío... —susurró Anthea abrazando con fuerza a Aelita.

—Sabíamos que ocurriría. El mundo está cambiando.

—Pero, Waldo ¿qué vamos a hacer ahora?

El hombre de gafas oscuras se mesaba la espesa barba mientras pensaba. En la Alemania dividida y castigada por la Segunda Guerra Mundial habían encontrado un refugio más seguro de lo que jamás creyó posible. La situación y el hermetismo de la población temerosa de las represalias habían contribuido a su seguridad.

Aelita, entre los brazos de su madre miraba fascinada la televisión donde la gente blandiendo martillos golpeaba aquel alto muro que hacía que existieran dos países donde antes solo había uno, no lo entendía muy bien. Sabía que un hombre con bigote había hecho algo malo y que todos los alemanes recibían el castigo.

—¿Qué hacen?

—Derriban el Berliner Mauer.

Berliner Mauer, Antifaschistischer Schutzwall, Schandmauer —canturreó la pequeña. Habían recorrido furtivamente ambas Alemanias pagando a los guardias bajo mano y ella había aprendido todos los motes dados al muro según donde estaban—. ¿Por qué lo hacen? ¿Ya nos levantan el castigo? ¿Nos hemos portado bien?

Waldo le sonrió. Seguramente no lo entendería aunque se lo explicara.

—Sí, ya no estamos castigados.

—Escúchame Aelita —dijo Anthea con seriedad—. Vamos a irnos de viaje, ¿verdad, Waldo? —Él asintió.

—¿Podemos volver a Lindau?

Anthea le apretó los bracitos con fuerza sus ojos verdes destilaban pánico. Waldo puso las manos sobre los hombros de su esposa y los masajeó, cuando aflojó el agarre, alzó a Aelita y la sentó en su regazo. Anthea era más consciente que él de lo que significaba ser considerado un traidor y las consecuencias que acarreaba.

—Nos marcharemos de Alemania y no volveremos nunca —declaró con voz profunda y serena—. Iremos a un país diferente, te gustará, ya lo verás.

—Pero papi... yo no quiero irme de Alemania.

—Dime Aelita, ¿hablas francés?

Ouï.

—Pues iremos a Francia ¿te gusta Francia?

Aelita miró a su padre y después a su madre y puso morros.

—No.

Waldo soltó una carcajada mientras los primeros cascotes del Muro caían al suelo entre los vítores de los presentes.

—Igualita que tú, Anthea.

La mujer le devolvió la misma expresión enfuruñada que la niña haciendo que riese con más ganas.

º º º

Charlotte Lafitte, la mujer de la inmobiliaria, miró el trasero de William por enésima vez, era tan poco discreta que Yumi empezaba a ponerse de los nervios daba la sensación de estar a punto de saltar sobre él como un súcubo en celo o algo por el estilo. Había recalcado un centenar de veces que era soltera y que nada de señora, que ella era una señorita.

—Como puede ver es un piso muy luminoso —canturreó con voz dulzona interponiéndose en el camino de Yumi para mantenerla alejada de su presa—. Hay luz casi todo el día.

—Ya veo —dijo él con aire ausente cosa que pareció crispar a la mujer—. Mucha luz...

—Sí, sí. Y los vecinos son gente maravillosa. No tendrá ninguna queja.

—Ajá.

Yumi sonrió. Cuando William decía «ajá» era igual a «no te estoy haciendo ni caso». Pobre Charlotte Lafitte tanto esfuerzo desplegando sus encantos para nada. Con muy poca sutileza se desabrochó tres de los botones de la camisa blanca dejando entrever el encaje de su sujetador también blanco, irguió los hombros y cruzó los brazos bajo sus pechos para crear un efecto worderbra bastante exagerado.

—Señor Dunbar... si le interesa puedo lograr que el dueño le rebaje el precio. Me está mal decirlo pero tengo muy buena mano regateando —declaró orgullosa—. Por supuesto los muebles están incluidos en el precio tanto si quiere alquilarlo como comprarlo.

—Bien. ¿Qué te parece, Yumi?

—No está mal —contestó ella—. Es muy grande.

—Y está cerca de... —«la fábrica» pensó—, del trabajo.

—Sí, es verdad —confirmó mirando por uno de los grandes ventanales, desde allí se podía ver la morada del superordenador psicópata de Jérémie—. Pero...

—Ya sé lo que me vas a decir y es cierto, pero es mejor así.

Charlotte se aclaró la garganta impaciente, a sus treinta y ocho años cualquier mocetón de buen ver era bienvenido pero las novias no. Para Charlotte Lafitte la opinión de la china era innecesaria.

—Hay una chimenea también, un rincón muy romántico —añadió la mujer acariciándose los bucles rubios que caían sobre sus hombros—. Si me sigue se la...

—Me quedo el piso —dijo William interrumpiéndola de un modo muy poco elegante—. Señora Lafitte. Alquiler.

La mandíbula inferior de la mujer colgó de manera nada atractiva por la sorpresa, cuando se recuperó lanzó una mirada enfurecida a Yumi que se encogió de hombros, no era culpa suya que se hubiese cansado de mirar la casa y se hubiera decidido sin ver los rincones románticos, William funcionaba a base de impulsos.

Mientras tanto, no muy lejos del piso en el que estaban Yumi y William, X.A.N.A. analizaba el centro de mando de la fábrica. El terminal del superordenador seguía estando igual. Consideró que si fuese posible sentiría nostalgia al mirarlo.

Se sentó en la butaca cuyo motor la hizo desplazarse por las guías del suelo hasta quedar frente al teclado. Tecleó el código de virtualización retardado en el sector del desierto. En la plataforma más amplia de todas. La cuenta atrás de un minuto empezó, corrió hacia el ascensor y pulsó el botón, tenía el tiempo justo para llegar hasta la cabina del escáner. Sin darse cuenta X.A.N.A. golpeteaba con el pie de Sissi el suelo de goma del ascensor nerviosamente. Cuando la puerta se abrió saltó hacia delante como si le persiguiera una bestia salvaje deseosa de hincarle el diente y se adentró en el escáner nombrado «beta».

Las puertas doradas del aparato se cerraron con un zumbido. X.A.N.A. no recordaba que sensación provocaba aquel artefacto, aunque había entrado una vez con William. La mortecina luz emanaba del suelo de la columna-escáner y una brisa caliente acariciaba el cuerpo que poseía. Sabía que después de aquello no podría volver a controlarla en la tierra, pero esperaba que el éxito compensase la pérdida.

Un hormigueo le recorrió lentamente, desde los pies hasta la cabeza, y entonces sintió que se desvanecía.

Vio una panorámica del sector del desierto desde las alturas y entonces se precipitó hacia el suelo. No se preocupó por el aspecto de la muchacha en Lyoko, ese era un detalle irrelevante y estúpido. Corrió hacia el límite de la plataforma y saltó al vacío para penetrar en la torre submarina con su símbolo iluminándose a su paso. Se dejó caer hacia delante para encontrar la plataforma al otro lado de la torre de paso, la que llevaba a su casa.

Avanzó y la superficie de la torre de Xanadu hondeó en rojo.

Continuará

Correcciones:

Quisiera corregir un fallo, aunque más que un fallo fue un despiste, del capítulo anterior. La ubicación de las ciudades de los recuerdos de Anthea, Waldo y Aelita en los ochenta, como la idea era que estuviesen siempre en Alemania puse "Alemania" en país, pero después no recordé modificarlo para situarlo en la Alemania correcta. Así que esta es la corrección:
-Düsseldorf, RFA (en el sector británico)
-Lindau, RFA (en el sector americano)
Ya que me pongo aclararé que Dresden y Schwerin permanecían a la RDA.

Aclaraciones:

Berliner Mauer, Antifaschistischer Schutzwall, Schandmauer: (por orden) Muro de Berlín, Muro de protección Antifascista (así lo llamaban en la República Democrática Alemana RDA) y Muro de la vergüenza (apopado así por la Alemania occidental o República Federal Alemana RFA)

Escrito el 23 de marzo de 2011

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