jueves, 30 de diciembre de 2010

25M VIII.- Caricia



Code: Lyoko y sus personajes pertenecen a MoonScoop y France3

VIII.- Caricia

Sólo se oía el pitido intermitente al ritmo de los latidos de su corazón, el sonido mecánico de la bombona de oxígeno llenando sus pulmones, y los sollozos de ella inundando la habitación.

Era doloroso. Llevaba dos años sin verle y jamás hubiese imaginado un reencuentro así. Se había apartado de él, porque no podía soportar aquel dolor, aún era incapaz de soportarlo.

Su forma de distanciarse le había hecho estar segura de que él habría tomado la decisión de apartarla del todo de su vida. No la había llamado, ni visitado, ni siquiera le había enviado un mensaje de texto. Que la echase de su vida de una patada en el culo era lo mínimo que se merecía.

Precisamente por eso aquella llamada le había sorprendido tanto. La recepcionista de urgencias con voz seria e impersonal le había informado de que había tenido un accidente y que estaba en el hospital, y que ella figuraba como la persona a la que avisar si algo malo le sucedía, del mismo modo que tenía el poder de tomar decisiones por él en caso de que no estuviese capacitado para hacerlo por sí mismo.

Entonces salió a toda velocidad y se plantó frente a la recepción, sin aire, a punto de caer al suelo en redondo como una muñeca de trapo, pálida y temblando.

Y ahora estaba en aquella habitación. Incapaz de mirarle sin derramar cientos de lágrimas. Su rebelde cabellera castaña medio cubierta por una venda blanca en la que despuntaba el rojo de la sangre, la mascarilla de oxígeno cubriéndole la nariz y la boca.

Aquel dolor era peor todavía. No podía soportarlo.

Le acarició, con los dedos fríos, la mejilla y esbozó una triste y amarga sonrisa, seguramente la más agónica de todas. «Donde hubo fuego siempre quedan las brasas» o algo así decían, el problema era que sus brasas tendían a convertirse en una enorme hoguera sin previo aviso. Por eso se había alejado.

Ahora sólo podía esperar, ahogándose en su propia agonía, deseando volver atrás en el tiempo.

Acariciaba su suave maraña de pelo castaño. No era consciente de que lo estaba haciendo. Y lloraba y suplicaba para que abriera los ojos, pero nada ocurría. La bombona de oxígeno continuaba llenando sus pulmones, el monitor calculando sus constantes vitales, el gotero proporcionándole algún calmante antiinflamatorio.

Se movió cuando se dio cuenta de que lo hacía, cambiando de posición. Mantuvo su mano inmóvil sujeta entre las suyas y la frente apoyada en ellas. Las lágrimas se negaban a dejaran de caer, algunas de ellas rodaron por el antebrazo de él, muriendo sobre la sábana blanca.

Los dedos fríos de él temblaron ligeramente. No se molestó en alzar la vista, sabía perfectamente que era más que probable que fuese un simple espasmo muscular. Si le miraba y descubría que seguía igual se deprimiría más. Apretó más su frente contra la gran mano de él y sollozó nuevamente.

—Ey…

—Ey —replicó por inercia.

Separó la cara de sus manos y lentamente le buscó con la mirada. Boqueó tratando de decir algo, pero ningún sonido salió de su garganta. Se mordió el labio inferior viéndole esbozar una frágil sonrisa adormecida.

—Eres el espejismo más maravilloso del mundo… —Tenía la voz pastosa y apenas lograba vocalizar, pero le entendió.

—¡Ulrich! —su exclamación se vio convertida en un susurro impetuoso, demasiado llorar le había robado la voz—. ¡Voy a por la enfermera!

—No, por favor. Quédate conmigo.

—Está bien, pero tengo que avisarla.

Él asintió al tiempo que ella tomaba el mando de aviso, pulsó el botón y se encendió la lucecita de llamada.

Le acariciaba la mano mecánicamente temiendo que si dejaba de hacerlo volviera a dormirse, pero esa vez para siempre. Porque una parte de ella añoraba aquel ligero contacto. Porque sentía que aquello mantenía activo su corazón. Porque lo necesitaba, de un modo insano, como un yonqui necesita su dosis de droga.

La enfermera intercambió algunas palabras con alguien, que se negaba a entrar, en el pasillo y después entró. Llamó al médico y le examinaron, asegurándose de que estaba bien. Los minutos les parecieron horas, con la vista fija en los ojos del otro, con los sentimientos sobrevolando sus cabezas y las palabras bullendo en sus gargantas. Mucho por decir, poco tiempo para hacerlo.

Al quedarse solos el ambiente cambió, no había tensión, únicamente una ligera incertidumbre.

Ella se sentó en el borde de la cama, con la mano de él entre las suyas y mirándole con los ojos brillantes.

—Yumi…

—¿Qué?

—Te quiero, Yumi.

Ella le sonrió con condescendencia, como a un niño que quiere un juguete demasiado caro.

—No sabes lo que dices…

—No me vengas con esas —replicó ofendido—. Sé perfectamente lo que digo y siento.

—Tú estás con Aelita.

—Pero te quiero a ti.

—Ya es tarde —susurró ella—. Ya no hay vuelta atrás.

—No. Aún estamos a tiempo. —Le apretó la mano con toda la fuerza que tenía—. Yo te amo y si tú estás aquí es porque todavía…

Yumi apartó bruscamente su mano, se levantó para sentarse en la silla apoyando la espalda en el respaldo.

—No lo digas, Ulrich. —Cerró los ojos en un intento de contener las lágrimas que acabaron rodando por sus mejillas—. No quiero seguir así.

—La dejaré. Lo dejaré todo por ti. Pero Yumi…

—No prometas cosas que no puedes cumplir.

—Mírame y dime que no sientes nada por mí.

Ella le miró con los ojos llorosos, le temblaba el labio inferior y tenía la punta de la nariz roja igual que las mejillas.

—Te amo, Ulrich, igual que hace dos años —susurró con la voz rota—. Pero eso no sirve de nada. No en estas circunstancias ¿es que no lo entiendes?

—No. No lo entiendo.

Desde el pasillo, a través de la puerta entreabierta de la habitación setecientos siete, Aelita había oído toda la conversación, sus ojos verdes estaban inundados de lágrimas que ya rodaban por sus mejillas.

Lo sabía. En algún punto de su mente siempre lo había sabido. Ulrich seguía amando a Yumi como el primer día. Pero no quería creerlo. Quería creer que cuando él le decía que la amaba lo decía de verdad.

Resbaló por la pared, hasta quedar sentada sobre las frías baldosas del pasillo.

El día en que Ulrich le pidió que saliera con él lo tomó a broma, pero aceptó, en algo así como un arrebato infantil, un deseo extraño de poseer lo que tenía su amiga. Deseaba un amor incondicional en aquella medida, hasta el punto de que ese alguien especial para ella fuese capaz de jugarse su propia vida por salvarla.

Fue increíble, descubrir de repente que aquello le gustaba mucho y que había empezado a enamorarse de él. El ver como Yumi, poco a poco, iba perdiendo toda aquella fuerza arrebatadora le partió el corazón, sin embargo fue incapaz de hacerse a un lado y devolverle lo que le pertenecía. Descubrió aquella parte oscura del ser humano que era el egoísmo. Cuando ella se fue se sintió muy mal pero a la vez se sintió feliz, porque ya tenía el camino libre.

La ilusión de que todo había cambiado y que él le amaba se había hecho añicos en un instante.

El llegar al hospital y descubrir que ella no era la encargada de algo tan importante como decidir por él si estaba incapacitado, fue como una bofetada. Dejaba bastante en evidencia su posición en comparación con Yumi.

Acarició su abultado vientre, sabiendo que si fuese más valiente haría lo que debería haber hecho desde un principio. Yumi no sabía nada del bebé. Podía retirarse. Podía hacer lo correcto. Podía ser justa. Podía ser una buena amiga.

Las voces de su prometido y de la que fue su mejor amiga le llegaban claras e hirientes. Permaneció abrazándose las rodillas, oyéndoles, con las lágrimas rodando por sus mejillas.

—Te amo Yumi. Quédate conmigo, te lo suplico.

Yumi susurró algo que no alcanzó a oír por el tono tan suave que empleó. El martilleo de su propio corazón le impidió oír los pasos que se le acercaban. Al alzar la vista la vio, parada junto a ella con una sonrisa triste.

Ninguna de las dos dijo nada.

Yumi se marchó. Aelita se quedó en el suelo. Ulrich solo en el cuarto.

En la puerta del hospital William esperaba a Yumi, recogería de nuevo sus pedazos y aguardaría a su lado hasta que estuviese bien. La abrazó cuando llegó junto a él y la dejó llorar acariciando su suave melena azabache.

—Te quiero —sollozó.

—Mentirosa —musitó con ternura.

Ella lo sabía y él también. William no se quejaba, simplemente lo aceptaba y ella deseaba poder hacerlo realidad.

En sus dedos aún sentía la caricia de la piel de Ulrich, su cuerpo ardía y su corazón se aceleraba sólo con recordarlo.

El recuerdo de una caricia prohibida.

Fin

Escrito el 11 de diciembre de 2010

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